Arte
COLECCIÓN
Colección Riera Roura
La Colección Riera Roura celebra la efervescente escena artística de los años setenta y ochenta, en un momento de transformación política y explosión cultural sin precedentes. Esta es una muestra de la colección, abierta y apasionada por la pintura que representa el dinamismo y la diversidad de aquel periodo, con artistas cuyas obras se encuentran en museos y colecciones privadas internacionales. Descubra y reflexione sobre esta colección que conecta con nuestra identidad, aspiraciones y forma de ver el mundo.
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Obras de Arte
Comisonadas por el Sr Enrique Juncosa
JOSÉ MANUEL BROTO
Es probable que las mejores obras de José Manuel Broto (Zaragoza, 1949) fueran las que realizara en la segunda mitad de los años ochenta, tal y como Cinquième journée (Quinta jornada). En aquella década, Broto desarrolla un lenguaje en el que elementos geométricos y gestuales conviven, como a veces también lo hacen elementos figurativos con elementos abstractos. Son cuadros ambiguos espacialmente, y de una imaginería que remite tanto a cosas cotidianas, como un perro o una cerveza; a paisajes extraños y desolados; a fenómenos atmosféricos, como las nubes y la niebla; o al mismo cielo estrellado y el cosmos.
Sobre estos espacios algo vacíos suelen flotar formas lineales que trazan sinuosos recorridos y sugieren ideas de transcursos temporales y de trayectos. En estos años, Broto homenajea en sus títulos a varios compositores, como a los franceses Ravel, Satie, Debussy y Olivier Messian —a este último le dedica toda una serie de cuadros—, y a otros como Palestrina, Bach, Strawinsky y Arvo Pärt. También titula algunas obras con nombres de lugares —ciudades como Madrid y Toledo, o países como Egipto y la India—; y de conceptos que sugieren acontecimientos, visiones, transformaciones o símbolos, como apariciones, viajes, sueños, secretos, misiones, cultos, cifras, letras, etc. Todas estas referencias sugieren por lo menos una apariencia de sentido, y tal vez también una voluntad de exploración del territorio de lo inefable.
Cinquième journée, pertenece, a su vez, a una serie de nueve pinturas tituladas Journées, que son del mismo tamaño y formato cuadrado, y que hablan, en su conjunto, otra vez, de un desplazamiento y de un periodo de tiempo. Todos estos cuadros, salvo el segundo, muestran una imagen que podríamos llamar geométrica, junto a otra gestual. La primera es más pequeña y está añadida en el cuadro como collage, haciendo que el contraste entre ambas imágenes sea todavía mayor. Estas formas flotan sobre fondos gestuales monocromáticos de colores ambiguos. El fondo de Cinquième journée es rojo, aludiendo de esta forma a las asociaciones simbólicas de este color, como la pasión, el fuego y la sangre.
A la derecha del cuadro, nos encontramos con una imagen con la forma de un cero alargado y vertical, que sugiere un recorrido cerrado. Este cero alargado está indicado por el movimiento de unas líneas sinuosas de color naranja. No es una forma recortada sobre el fondo, sino que surge de la viscosidad de la materia. En la parte superior izquierda vemos también otra forma oscura, semejante a una estructura metálica con formas angulares, y que podría ser parte de una jaula o una celosía, rota y abierta.
Todo el grupo de Journées sugiere, de alguna forma, una metáfora de la trayectoria del artista hasta ese momento. Broto comenzó su andadura artística influenciado por la corriente Supports/Surfaces, algo así como la versión francesa del minimalismo, que defendía que la pintura debía ser metalingüística. Es decir, su fin era constituir un mero índice de su materialidad, tratando exclusivamente de sus aspectos formales, como textura, color, luz, transparencia, viscosidad, pincelada, trama…, rehuyendo cualquier posibilidad de significación.
Broto había formado parte, con Xavier Grau y otros, del grupo Trama, en los años setenta, que defendía el ideario que acabamos de describir. Pronto, sin embargo, tal y como creyeron también sus compañeros de grupo, Broto consideró que el dogmatismo riguroso del formalismo metalingüístico era algo limitador y comenzó a explorar un tipo de abstracción más libre y compleja, que es gestual, emocional y metafórica, referida a distintas experiencias y memorias.
CHEMA COBO
Chema Cobo (Tarifa, 1952) es uno de los principales artistas de la llamada Nueva Figuración Madrileña, un grupo de pintores que se dieron a conocer en los años setenta, o incluso a finales de los sesenta, muchos de ellos andaluces, y que, de alguna forma, se anticiparon al neoexpresionismo de los ochenta. Su obra es culta, sofisticada, hedonista y celebratoria, entendida como un vehículo de libertad. Todos los artistas del grupo admiraban tanto a Marcel Duchamp como a David Hockney o a R. B. Kitaj, disfrutaban con la música pop, y adoptaron estilos de vida diferentes a los habituales hasta entonces. Chema Cobo, que había dirigido algunos cortos de naturaleza experimental, era el miembro más joven de aquel grupo.
Su obra de madurez, tras una primera etapa de figuras que podemos describir como picassianas, moviéndose en espacios arquitectónicos de colores irreales e intensos, se caracteriza por la ironía, los juegos y los contenidos narrativos o discursivos, cuestionando la misma idea de representación, cuya naturaleza es para él siempre inconclusa. Juan Manuel Bonet describió su pintura, como “laberíntica, alejandrina, de máscaras”. Chema Cobo, que ha vivido en Roma, Bruselas y Nueva York, tiene una trayectoria internacional muy amplia.
Emboscada de máscaras (2003), es un cuadro ya lejano de la pintura que Chema Cobo realizó en los setenta y principios de los ochenta. El cromatismo exacerbado inicial, para empezar, se ha suavizado de forma considerable. El lienzo está dividido espacialmente en dos por el cable de una bombilla que pende de la parte superior y cruza una gran parte de su superficie. Esta línea divisoria está desplazada hacia la derecha. En las dos partes resultantes el fondo es blancuzco con cuadrados amarillos en forma de damero inclinado e incompleto, que forma un movimiento diagonal ascendente hacia la derecha.
En este lado nos encontramos, además, con una lechuza y con la silueta, como una sombra, de un jocker, la figura de los juegos de naipes que va vestido de bufón o arlequín y aire de bromista. La lechuza es un ave nocturna que simboliza la sabiduría, y que es considerada en algunas culturas como mensajera entre el ámbito terrenal y el celeste. En el lado izquierdo de la pintura nos encontramos con siete rostros humanos, o máscaras, dispuestos en dos filas horizontales paralelas, formada por cuatro de estos rostros la parte superior y tres la inferior.
Cuatro, aunque en otro orden, son rostros de hombres y tres lo son de mujeres. Una mascarada es una fiesta en la que los participantes llevan máscaras y disfraces. Esta pintura sugiere, pues, un mundo de apariencias y de significados ocultos difíciles de precisar.
CARLOS FRANCO
La obra de Carlos Franco (Madrid, 1951), otro artista vinculado a la Nueva Figuración Madrileña, está influenciada, en sus inicios, en los setenta, por la obra de Luis Gordillo, que fue algo así como el maestro de aquel grupo. Aun así, Carlos Franco nutre su pintura de referencias autobiográficas, pintando autorretratos, o una amplia secuencia de obras sobre papel en las que narra un accidente que le destrozó una pierna. Su pintura será siempre más o menos narrativa, y en los ochenta aparecen en ella temas mitológicos e históricos de la pintura y literatura clásicas, como en Judith saliendo del campamento de Holofernes (1984) o La ninfa y el centauro (1985), realizando con ellas una reconstrucción de los géneros tradicionales de la pintura.
Carlos Franco también ha ilustrado La Eneida de Virgilio. En los años noventa, sus imágenes vuelven a complicarse, constituyendo verdaderos puzles de colores y formas, de texturas muy ricas y un decidido barroquismo. También se ha ayudado de métodos digitales para la creación de sus imágenes.
La caridad, una obra de finales de los noventa, está pintada sobre aluminio. Su tema es alegórico, y ha sido tratado antes por muchos pintores, de Zurbarán a Goya. Muestra, normalmente, a una mujer joven dando de mamar a varios niños. En la pintura de Carlos Franco, la caridad está representada por una recia figura femenina, con las nalgas desnudas y la cabeza y el ojo visible enormes. Está sentada con las piernas muy abiertas, y da de mamar a un bebé que tiene un punto monstruoso, con un flequillo verde y amarillo.
La figura de la mujer tiene un aire picassiano, puesto que la vemos desde varios puntos de vista al mismo tiempo, como sucede con sus pechos, uno de frente y otro de perfil. El torso de la mujer permite ver una gran zona del aluminio del fondo sobre el que se ha pintado, lo que provoca brillos y reflejos. La pincelada y los colores son expresivos y algo violentos. Carlos Franco, que ha pasado tiempo en Brasil interesándose por sus rituales sincréticos, se aproxima aquí, y en otros cuadros de esta época, a la psicodelia. El bebé y la mujer que le alimenta son figuras grotescas, propias de un mundo onírico y visionario. Hablando de su trabajo, ha declarado estar interesado en las imágenes generadas por el subconsciente.
FERRAN GARCIA SEVILLA
Ferran Garcia Sevilla (Palma, 1949) es uno de los pintores españoles de los años ochenta que más reconocimiento internacional tuvo. Expuso individualmente en instituciones públicas de Londres, Nîmes y Tokio, además de participar en muestras como Documenta 8 (Kassel, 1987), dedicada a presentar el zeitgeist del momento. Cuando expuso sus pinturas por primera vez, en la Galería Maeght de Barcelona en 1981, llevaba ya una década intensa como artista conceptual, político y provocador. No fue el único artista en esa época que decidiera abrazar la pintura y abandonar las prácticas anteriores por su naturaleza dogmática.
Los practicantes de aquella pintura, que se denomina Nuevos expresionismos, reivindicaron figuras como Francis Picabia, y hablaban de pintar mal de forma deliberada y crear estilos diferentes y simultáneos, recogiendo influencias de todo el mundo y de cualquier periodo histórico. Las pinturas de Garcia Sevilla, en particular, tienen el aspecto de jeroglíficos, y aunque puedan referirse a sus experiencias personales, son difíciles de interpretar de una forma específica. En los años ochenta fue un pintor prolífico que creó un enorme repertorio de imágenes diversas, yuxtapuestas de forma aparentemente caprichosa, plasmadas en escalas incorrectas o distorsionadas, y sin sombreados ni perspectiva. Sus primeras imágenes hicieron referencia al arte prehistórico y al arte primitivo, sugiriendo una voluntad de vuelta a lo primordial.
Garcia Sevilla trabaja en series a las que da un título genérico y que luego va numerando. Poco a poco, con los años, sus pinturas se hacen más complejas. Las de series como Palestí (1982) o Imperi (1983) invitaron a lecturas políticas antibelicistas. Cora (1984) se refiere al nacimiento de su hija, que se llama así. En otras obras, como las de la serie Tata (1984), escribe a modo de grafitis frases provocadoras, de una ironía sarcástica. Cima 2, que pertenece a este momento de creación de un lenguaje pictórico propio, pertenece a la serie Cima, compuesta por al menos ocho cuadros del mismo tamaño y formato cuadrado. Varias de las pinturas de esta serie muestran imágenes de áreas cerradas o compartimentadas. En ellas aparecen también signos, como puntos, círculos, rombos, números, cenefas y rayas, mezclados con otras imágenes figurativas.
La creación de un lenguaje de signos propio es una influencia mironiana, como también lo es la plasmación de formas en estructuras consteladas, flotando sobre espacios ambiguos y monocromos, en este caso de color blanco. Aquí, dentro de un círculo rojo, vemos un pequeño mamífero, que podría ser un gato o un perro. En la parte inferior derecha del cuadro hay una forma que recuerda una maceta con una planta negra de la que brotan formas ambiguas de animales. También a la derecha, en la parte inferior del cuadro, vemos una suerte de reloj digital. Es una imaginería hermética, que remite tal vez a pinturas sobre muros de adobe de zonas del África saharianas, o de países como la India, y a los letreros de comercios y negocios en estos mismos espacios geográficos y culturales, y que son todavía pintados a mano.
La incorporación de imaginería popular de otras culturas indica una voluntad de sacudir las jerarquías establecidas, al tiempo que el deseo de crear un lenguaje directo al que se responda de forma inmediata. La obra de Garcia Sevilla es también deudora de la de Paul Klee, otro viajero por el norte de África, y que dijo de su obra que era abstracta pero saturada de recuerdos.
XAVIER GRAU
Xavier Grau (Barcelona, 1951-2020) perteneció al grupo Trama, mencionado antes al hablar de Broto, con artistas como Gonzalo Tena o Javier Rubio, y cuyas actividades tuvieron lugar entre 1973 y 1978. La evolución posterior de la obra de Grau es, por una parte, semejante a la de Broto, pues, como este, abandonó la pintura metalingüística de sus orígenes por otra que, sin abandonar las preocupaciones teóricas previas, fuera más compleja y estuviera abierta a la interpretación, la metáfora, el humor y el hedonismo.
Su pintura de madurez, la realizada más o menos desde 1980, tiene una naturaleza performativa, ya que no resulta de dibujos preparatorios, sino que se realiza durante el acto mismo de pintar, respondiendo con otras manchas, líneas y gestos a los primeros trazos realizados en el cuadro, como si estableciera un diálogo con él. El dibujo articula la relación entre fondo y forma, construyendo un espacio intricado, ambiguo y dinámico, en el que a veces vislumbramos formas reconocibles, plasmadas con un lenguaje irónico y cercano al cómic.
Este es el caso de Sub–1 (2008), donde sobre un fondo articulado de campos de color azules, amarillos, grises y blancos, de límites ambiguos, se dibuja una maraña de trazos lineales rápidos, que puntualmente sugieren tubos, cables o ruedas, como conformando el engranaje loco de una máquina o un motor no funcional. Todo el conjunto está dominado por un ángulo negro de trazo grueso que ocupa la parte superior del cuadro, yendo y volviendo a entrar por arriba, para acabar saliendo, otra vez, por la derecha. Todo transmite un gran movimiento, sugerido por las diagonales, cuya naturaleza es siempre inestable, que forma el ángulo negro, pero también por la repetición de trazos y líneas rápidas en otras zonas del cuadro, sugiriendo imágenes desenfocadas y movimientos vibrátiles.
El dibujo, además, no está siempre en la superficie, tapado a veces por los campos de color, añadiendo profundidad y complejidad a la imagen final, a la que se llega tras numerosas capas y estratos. Esta imagen final es algo así como un fragmento de otra más extensa que se podría continuar por los lados, pero también hacia adentro o hacia afuera.
DENNIS HOLLINGSWORTH
Dennis Hollingsworth (Los Ángeles, 1956) es un pintor estadounidense, vinculado en sus inicios al neoexpresionismo de la costa oeste de su país, y perteneciente a la misma generación de los otros pintores españoles aquí reunidos. Expuso en España por primera vez en el año 2006 en la Galería Miguel Marcos y ha pasado después temporadas en Cataluña. Su obra, de naturaleza abstracta, se caracteriza por su grosor, con áreas gestuales densamente embadurnadas, y pequeños montículos delicados de naturaleza ornamental que a veces parecen trabajos de repostería. De esta forma explora los aspectos físicos del óleo, pintando distintas capas sin esperar a que estas se sequen, y logrando intensidad cromática y movimiento. El aspecto final puede ser semejante al de un bajorrelieve que, por su grosor, se aproxima a la escultura.
Laocoonte es un personaje de la mitología griega y romana. Fue atacado, con sus dos hijos, por serpientes gigantes enviadas por los dioses. Además de ser el tema de una tragedia perdida de Sófocles, la historia dio lugar también a la escultura Laocoonte y sus hijos, una de las más famosas y representativas del periodo helenístico y realizada en Rodas. Esta escultura está dotada de un gran movimiento, enfatizado por las curvas de los cuerpos de las serpientes y de los humanos, que se retuercen tratando de escapar. El relato más famoso de los acontecimientos vividos por Laocoonte se encuentra en La Eneida de Virgilio. Laocoonte, que era sacerdote de Poseidón, murió con sus hijos tras intentar exponer el engaño del Caballo de Troya.
Los troyanos no le creyeron, así que él mismo intentó quemar el caballo lanzándole antorchas, momento en el que aparecieron las serpientes enviadas por Atenea, que surgieron de las aguas, devorándole a él y a sus hijos. A Happy Laocoon es una pintura de fondo rojo y formato vertical. Está dividida por una banda blanca vertical que recorre todo el lienzo, semioculta por unos gruesos trazos negros, y que le ponen límites a los lados, además de retorcerse sobre sí mismos, formando una suerte de volumen hueco y forma ovalada que sugiere vagamente una máscara o un casco, y también una flor.
Los trazos negros ondulantes son una clara referencia a Laocoonte y su lucha con las serpientes, aunque aquí el resultado sea feliz, pues las líneas se convierten en ornamento. En el centro de la parte superior del lienzo, la materia es muy gruesa y da lugar a volúmenes con forma de hojas o pétalos. La imagen se completa, además, con unas pequeñas formas de estrellas hechas esculturalmente con el mismo óleo, adquiriendo todo el aspecto de bajorrelieve del que hablábamos y que es característico de la pintura de Hollingsworth.
VICTOR MIRA
Muchos de los pintores españoles de los años ochenta pasaron temporadas, viven o vivieron en París, como es el caso de Barceló, Sicilia, Broto o Campano. Victor Mira (Larache, Marruecos, 1949 – Breitbrunn am Amersee, 2003), sin embargo, vivió en Alemania, por lo que su obra se ha relacionado con el neoexpresionismo alemán y austriaco. La pintura de Mira, no obstante, está bien enraizada en su país de origen.
El negro es su color predilecto, lo que le relaciona con Goya y Solana, y en su obra aparecen cruces, toros, calaveras, banderas españolas y otros símbolos hispánicos. Su pintura se caracteriza también por su grosor matérico. Sus imágenes, además de su naturaleza simbólica, nos remiten al mundo de los sueños y de las visiones, siempre desde una perspectiva oscura o perturbadora.
Río con tres avatares (1985) es un paisaje, a pesar de su formato vertical, de una simplicidad heráldica. Sobre un fondo negro, flota un gran rectángulo azul, gestual y transparente que muestra el negro del fondo, y que solo vemos bien a ambos lados del cuadro. Sobre el azul, se ha dibujado el curso sinuoso de un río con varios meandros. Es un recorrido ascendente que comienza y acaba abruptamente.
Esta forma sinuosa, como de una serpiente, muestra algunos destellos blancos luminosos que sugieren espuma y, por tanto, aguas revueltas o rápidas. Los avatares del título son tres letras A mayúsculas, dos a la derecha y una a la izquierda, situadas en las curvas de lo que sugiere un río, tanto por su forma como por el título de la obra. Los avatares son vicisitudes o acontecimientos contrarios al desarrollo o la buena marcha de algo, así que representan obstáculos en el curso de este río turbulento. Conociendo otras obras del artista, no es difícil leer está imagen como metáfora de la vida y de la muerte, un itinerario con dificultades, principio y fin.
VICTOR MIRA
Montserrat, tal y como sugiere su título, es una pintura inspirada por Monserrrat, un macizo rocoso de impresionantes configuraciones geológicas irregulares que alcanza en su punto más alto los 1.236 metros de altura. Este macizo se encuentra a treinta kilómetros de Barcelona y es un lugar al que se le otorga un gran contenido simbólico. Allí se visita un monasterio benedictino en donde se conserva una imagen muy venerada de la Virgen María que se encontró en una cueva cercana.
Se trata de una talla románica policromada de finales del s XII, conocida popularmente como La Moreneta, que es la patrona de Catalunya. El monasterio, que tiene una activa vida cultural, cuenta con una gran biblioteca, un museo, una editorial y un coro prestigioso. Alrededor del monasterio se encuentran también varias ermitas e iglesias pequeñas, que subrayan la importancia espiritual del lugar.
Montserrat, volviendo al cuadro de Victor Mira, presenta una impactante imagen. Se trata de una forma matérica curva y negra que cruza la superficie del cuadro, de formato vertical, desde la parte inferior derecha a la superior izquierda.
Esta forma sugiere vagamente la cabeza de un animal mitológico, tal vez un dragón. Una línea, también roja y curva, sería entonces su boca y esófago. Esta supuesta cabeza acaba en varias formas semicirculares que remiten a su vez a la extraña morfología del macizo de Montserrat. La forma negra está recubierta de dieciséis cruces rojas, que dan a la imagen mayor movimiento y un sentido ascendente. Las cruces se refieren al viacrucis, una devoción centrada en los misterios dolorosos de Cristo, que se meditan y contemplan en catorce estaciones durante un ascenso simbólico al Calvario, y que representan los episodios más notables de la Pasión.
Es fácil ver aquí una metáfora de las dificultades de la vida y su irremediable final trágico. Los colores rojo y negro enfatizan esta lectura, con el negro como símbolo de la muerte y el rojo de la sangre y la vida.
JUAN NAVARRO BALDEWEG
Juan Navarro Baldeweg (Santander, 1939) comenzó a pintar en los años sesenta, cuando realizó una serie de obras insólitas en la escena española de entonces, que incluyeron grandes campos de color recubiertos por pinceladas mecánicas de apariencia gestual, y que indicaban una actitud analítica y reflexiva. En los ochenta, su obra se vuelve mucho más hedonista, utilizando colores vibrantes y brillantes.
Sus pinturas se caracterizan, a partir de entonces, por su riqueza cromática y su pincelada libre y suelta. La obra de Navarro Baldeweg se desarrolla a partir de series temáticas, que incluyen lunas, academias, baños, fumadores, vencejos, paisajes, dragones o farolillos chinos.
Copa azul y ventana II (2003) pertenece a una serie de pinturas originada a partir de copas inglesas del siglo xviii de cristal tallado y que muestran escenas pastoriles, en este caso un pastor con varias de sus cabras. Se trata de una representación clásica de lo bucólico.
Vemos la copa junto a una ventana, recogiendo con sus reflejos la evolución de la luz y, podemos suponer, otras fuerzas de la naturaleza, como la humedad, la temperatura o el viento. El cristal es un material que interesa al artista porque es transparente pero también refractario y brillante, constituyendo una imagen compleja que se funde, al tiempo que lo altera, con su entorno, permitiendo además, al ser representado en un lienzo, añadir los sentimientos y pensamientos del artista.
Todo se transforma en pintura, que constituye un nuevo orden pintar en los años sesenta, cuando realizó una serie de obras insólitas en la escena española de entonces, que incluyeron grandes campos de color recubiertos por pinceladas mecánicas de apariencia gestual, y que indicaban una actitud analítica y reflexiva. En los ochenta, su obra se vuelve mucho más hedonista, utilizando colores vibrantes y brillantes. Sus pinturas se caracterizan, a partir de entonces, por su riqueza cromática y su pincelada libre y suelta. La obra de Navarro Baldeweg se desarrolla a partir de series temáticas, que incluyen lunas, academias, baños, fumadores, vencejos, paisajes, dragones o farolillos chinos.
Copa azul y ventana II (2003) pertenece a una serie de pinturas originada a partir de copas inglesas del siglo xviii de cristal tallado y que muestran escenas pastoriles, en este caso un pastor con varias de sus cabras. Se trata de una representación clásica de lo bucólico. Vemos la copa junto a una ventana, recogiendo con sus reflejos la evolución de la luz y, podemos suponer, otras fuerzas de la naturaleza, como la humedad, la temperatura o el viento. El cristal es un material que interesa al artista porque es transparente pero también refractario y brillante, constituyendo una imagen compleja que se funde, al tiempo que lo altera, con su entorno, permitiendo además, al ser representado en un lienzo, añadir los sentimientos y pensamientos del artista.
Todo se transforma en pintura, que constituye un nuevo orden autónomo. Una pintura que es un festín multicolor y un lugar conceptual arcádico de infinitos matices. La pintura de Navarro Baldeweg es, en último término, un análisis de la misma visión y nos recuerda los cambios en la percepción con el paso del tiempo y las alteraciones que conllevan.
ANTÓN PATIÑO
Antón Patiño (Monforte de Lemos, 1957) es uno de los artistas más destacados del grupo Atlántica, fundado en 1980, la principal contribución gallega, posiblemente, al arte de aquella década. Además de pintar, ha publicado numerosos ensayos teóricos, incluidos estudios monográficos sobre otros artistas. Su pintura es expresionista; de gran formato; de trazo rápido y gestual; y de colores intensos, utilizados por su potencial expresivo y más allá de un afán representacional.
Los artistas de Atlántica buscaron un equilibrio entre las tradiciones locales y los lenguajes internacionales. Recuperaron signos y símbolos celtas de carácter mítico, y en escultura usaron la piedra y la madera, siguiendo tradiciones autónomas. Este interés por un mundo mítico y legendario supuso también interesarse por el llamado arte primitivo. Las obras de Patiño mostrarán figuras esquemáticas pintadas de forma inmediata, máscaras, animales y palmeras, que nos remiten a un momento en que las fuerzas de la naturaleza eran sagradas, aunque se haga con ironía. La máscara tienen un fuerte contenido simbólico y sugiere ideas de transformación. En muchas sociedades tribales, representaban animales y fuerzas de la naturaleza, que se transmitían de forma mágica a los chamanes que las utilizaban.
Caretos es una obra muy emblemática del momento en que fue realizada, al igual que Cocoroa y Timbuctú. Los títulos de ambas obras tienen un sentido irónico. Las dos son cuadros de formato vertical dividido por la mitad en dos secciones, superior e inferior. En las dos zonas encontramos sendas figuras antropomórficas plasmadas de forma esquemática, desnudas, con la cabeza y el torso inclinados y las piernas dobladas, como si fueran animales cuadrúpedos. El rostro de estas figuras se halla oculto por una máscara.
En Caretos, ambas figuras son de color rojo. La figura inferior flota sobre un fondo gestual de color azul, y la superior sobre un fondo blanco con lunares negros, que sugiere el estampado de la piel de un leopardo. La sencillez heráldica de las imágenes, que tienden a la abstracción, les confieren un aire de bandera o estandarte. La máscara es también un motivo común en la primera pintura moderna, de Picasso a Jawlensky
MANOLO QUEJIDO
Manolo Quejido (Sevilla, 1946) es otro de los nombres claves de la llamada Nueva Figuración Madrileña. En sus inicios, su obra demuestra un interés por asuntos varios, desde la poesía experimental, el arte pop y la psicodelia, a la pintura de Bonnard o de Matisse. Su pintura, con el tiempo, cambia con frecuencia de registro, demostrando un inquieto afán de investigación. Como a otros de sus compañeros de generación, también le ha gustado hacer suyos los grandes temas de la pintura, como el del artista trabajando en el estudio, las naturalezas muertas, los retratos y los paisajes.
I love Mallorca 55 pertenece a una serie presentada en la Galería Buades de Madrid en 1990. Son pinturas del mismo formato y de composición casi gráfica en su simplicidad, que varían solo en sus colores, utilizando tan solo uno o dos, además del blanco y el negro. Vemos en ellas la imagen de un pintor pintando a su modelo, una mujer desnuda y sentada en un balancín, en una terraza, enmarcados por las persianas abiertas a los lados y con un árbol y paisaje al fondo. El artista, como sugiere su título, se inspira en Mallorca, la llamada isla de la calma, y célebre destino turístico y vacacional, que ha atraído a numerosos pintores desde la época del Impresionismo, de Sorolla, Rusiñol y Sargent, a Sicilia, Campano y Broto, pasando por Joan Miró.
Volviendo a la serie I love Mallorca, esta supone un ejercicio de contención cromática y de análisis formal, que Juan Manuel Bonet, gran admirador de Quejido, comparó con la música de Erik Satie, precursor de la música repetitiva minimalista. Como la música de Satie, efectivamente, estas pinturas de Quejido son, al tiempo, atmosféricas e irónicas en su simplicidad, y nos remiten también al lujo, calma y voluptuosidad característicos de Matisse de una forma esencial y en un equilibrio exacto.
BERNARDÍ ROIG
La práctica artística de Bernardí Roig (Palma, 1965) incluye esculturas, pinturas, dibujos, fotografías y películas, con las que explora cuestiones que tienen que ver con nuestra identidad, tanto como individuos como seres sociales. Esta obra multimedia, en la que aparecen con frecuencia figuras de hombres en resina de poliéster a tamaño natural realizando acciones extrañas, es siempre inquietante, tanto física como psicológicamente, al sugerir cuestiones como la soledad, la claustrofobia y la dificultad en la comunicación; el dolor, el miedo, la locura y la enfermedad; el placer y el deseo erótico; e incluso los límites del cuerpo, y la muerte, vista como final pero también como puerta hacia lo trascendente.
El uso del blanco y negro, y una iluminación teatral que favorece luces y sombras, confiere a sus obras una cualidad onírica y dramática que subraya todos estos sentidos perturbadores.
Nature morte IV pertenece a una serie de obras sobre papel realizadas a principios y mediados de los años noventa. Fue presentada en la Galería Miguel Marcos de Zaragoza en 1997. Realizadas con carbón y grafito, en formatos cuadrados y enmarcadas en hierro, algunas obras de la serie incluían también otros materiales orgánicos en su descripción técnica, incluida la ceniza y el semen.
La naturaleza muerta es un género clásico de la pintura cuya significación alegórica se refiere a la transitoriedad de todo, y que fue muy común en el Barroco y al comienzo de la modernidad, del impresionismo al cubismo. Las naturalezas muertas clásicas presentaban tanto objetos naturales, como animales, flores, fruta, verduras, cráneos o conchas y también objetos hechos por el hombre, como utensilios de mesa, de cocina y de caza, libros, joyas o antigüedades.
Bernardí Roig reduce los elementos de sus naturalezas muertas a cráneos, flores y crucifixiones, lo que sugiere una reflexión sobre la muerte y lo que nos espera tras ella. A veces aparecen otros elementos, como una mariposa, que nos habla de la brevedad y del instante, o aquí, en Nature morte IV, un jarrón con asas y elementos decorativos, que parece incluso un trofeo deportivo, y que contiene un gran ramo de flores. Estos jarrón y ramo flotan en un espacio blanco en la parte superior de la imagen, sin descansar sobre el suelo o una mesa, sugiriendo una idea de ascensión, y por tanto un sentido trascendente.
Las flores y hojas, de varias especies distintas, no están secas, aunque el negro del carbón y del grafito, materiales realizados con la participación del fuego, subrayen su final eventual y su sentido simbólico. Durante el Barroco, muchas de las flores tenían un contenido simbólico determinado, como el amor, la pureza, la melancolía, la modestia, la devoción, el sueño o la muerte, empleando de esta forma estrategias próximas al gusto y los intereses del artista mallorquín.
JUAN USLÉ
Juan Uslé (Santander, 1954), que vive entre Nueva York y su Cantabria natal, tuvo un papel muy destacado en el debate internacional sobre la abstracción que tuvo lugar en los años noventa y participó en aquel momento en numerosas exposiciones programáticas en distintos países. Sus primeras pinturas expresionistas de los años ochenta dieron paso, al comenzar los noventa, a unas obras intensas, oscuras y románticas, que se referían al personaje del capitán Nemo y también a un naufragio que Uslé presenció de niño en la costa cantábrica. En Nueva York, su obra, influida por los grandes maestros del expresionismo abstracto, en especial Mark Rothko y Barnett Newman, se vuelve más colorista, explorando distintas posibilidades formales y trabajando con pigmentos luminosos.
Después de trabajar en series de estilos diferentes, ha realizado un gran número de pinturas negras verticales mediante la repetición de pinceladas cortas, que apuntan a visiones de lo sublime.
Condenado (El último sueño) (2002) fue mostrado en la gran retrospectiva de Juan Uslé organizada por el Museo Reina Sofía en 2003, y que viajó a Santander, Gante y Dublín. La muestra se organizaba en familias de obras, incluyendo una sección titulada Celibataires, en referencia a Marcel Duchamp, y que agrupaba obras que no pertenecían a ninguna serie, como esta.
Condenado presenta una imagen casi figurativa de un espacio arquitectónico, un largo pasillo formado por cuatro líneas diagonales que confluyen en un rectángulo blanco con líneas horizontales que podría ser una puerta. El suelo y el techo de este pasillo está pintado con franjas también horizontales y de color azul.
Y las que podríamos llamar paredes están hechas con franjas negras diagonales. Todo tiene un aspecto rápido, lleno de pinceladas irregulares, que también le dan un aspecto inacabado. A la izquierda de esta composición y del cuadro vemos una gruesa franja, como una columna, hecha a partir de bandas verticales y horizontales de muchos colores.
En la parte superior, flota una línea curva que va enroscándose. Se trata de un espacio impreciso y onírico, en una composición llena de movimiento y sentido misterioso, al mismo tiempo que espacial y constructivo. Preguntado por esta obra, Uslé me contesta que pensaba, al pintarla, y de ahí su título, lo que soñaría un preso condenado a muerte antes de su ejecución. El sueño es un tema recurrente en la obra de Uslé, como la serie de sueños del capitán Nemo, el personaje de Julio Verne.